Capítulo V. ALGUNAS CUESTIONES DE INTERÉS CON TRATAMIENTO ESPECÍFICO. 1. INTRODUCCIÓN

1. INTRODUCCIÓN

Para todos es evidente que el impresionante desarrollo de las tecnologías de la información y la comunicación (en adelante TIC) y la utilización generalizada de las mismas por todas las personas, cualquiera que sea su clase, situación, condición o nivel de formación, está dejando su impronta en los diversos aspectos de nuestra realidad tanto a nivel individual como en cuanto miembros de los múltiples colectivos sociales en los que, de una u otra forma, participamos como ciudadanos. En lo que aquí interesa, está teniendo una indiscutible incidencia en la propia percepción, el ejercicio y, por ende, en las necesidades de protección de la dignidad de las personas, de su intimidad, su libertad y seguridad y de los restantes derechos fundamentales reconocidos como tales en los arts. 16 a 18 de la Constitución Española y en los diversos Convenios y Tratados internacionales suscritos por España[1]. Es más, la posibilidad de utilizar Internet se está convirtiendo en un presupuesto para el bienestar económico –el noveno de los objetivos de desarrollo sostenible persigue la provisión de un acceso universal y asequible a Internet– de manera que el acceso a las TIC se percibe cada vez más como un derecho humano fundamental según el Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas[2].

En ello influye, sin duda, la intensidad y profundidad con la que dichas tecnologías han penetrado en nuestra cotidianeidad. Usamos estas novedosas herramientas e instrumentos técnicos y las posibilidades que nos ofrecen para la comunicación y la información de forma masiva y generalizada si bien, ha de reconocerse que, en muchas ocasiones, lo hacemos sin adoptar las más imprescindibles medidas de seguridad o prudencia.

A esos efectos, es indicativo el resultado de la encuesta elaborada por el Instituto Nacional de Estadística sobre equipamiento y uso de las TIC en los hogares españoles correspondiente al año 2019, conforme al cual el 90,7 % de la población entre 16 y 74 años hizo uso de Internet durante el último trimestre de dicho periodo anual, lo que supone 31,7 millones de usuarios, elevándose este porcentaje a más del 99 % entre los más jóvenes, más concretamente, en la franja de edad comprendida entre los 16 y los 24 años. Según este mismo informe, a finales de 2019, el 91,4 % de los hogares españoles tenía acceso a Internet, generalmente a través de banda ancha, lo que supone un incremento de casi cinco puntos respecto del porcentaje apreciado en el periodo anual anterior. A nivel mundial, el último informe de la International Telecommunication Union (UIT) cifra en 4.100 millones el número de personas que a día de hoy utilizan Internet, siendo las actividades más frecuentes las de mensajería instantánea, búsqueda de información sobre bienes y servicios o el acceso a contenidos compartidos[3], a las que ha de añadirse, por su frecuencia cada vez mayor, la realización de operaciones comerciales. Así es significativo que, en nuestro país, según la encuesta antes mencionada, un 46,9 % de los ciudadanos comprendidos en la franja de edad que constituye el objeto general del estudio realizaron online operaciones de adquisición de bienes y/o servicios en el último trimestre del pasado año.

La constante evolución tecnológica nos va mostrando día a día sorprendentes posibilidades y capacidades de actuación y también potentes canales y medios de comunicación interpersonal que sin duda están modificando nuestras formas tradicionales de relacionarnos y convivir con los demás. Un buen ejemplo de ello es el fenómeno de redes sociales, que surge como el resultado natural de ese mismo proceso evolutivo y, al tiempo, constituye uno de los grandes motores de la impresionante penetración de las TIC en la ciudadanía. Las redes sociales, en definitiva, son el paradigma de la web 2.0 en la que Internet deja de ser una fuente de información o de consulta a la que los usuarios acuden como meros receptores, para convertirse en un espacio virtual en el que los ciudadanos interactúan, crean e intercambian contenidos y aportan información. La nota definitoria de las redes sociales es que los internautas adoptan una posición dinámica y participan activamente en su funcionamiento generando, seleccionando y distribuyendo contenidos.

La rapidez y profundidad con la que el uso de estas plataformas –integradas por una pluralidad de personas u organizaciones que se conectan virtualmente en torno a intereses o valores comunes– ha alcanzado los distintos ámbitos de relación de la sociedad actual es realmente llamativa. El Informe Digital 2020[4] ofrece datos indicativos de la intensa capilarización social del fenómeno que analizamos: actualmente un 49 % de la población mundial, 3.805 millones de personas, utilizan redes sociales, cifra que en España se concreta en 29 millones, un 62 % de la población. De entre ellas la más utilizada en nuestro país es YouTube (89 %) seguida de Facebook (79 %), Instagram (65 %) y Twitter (53 %). Por su parte WhatsApp, que más que una red social es un sistema de mensajería instantánea, cuenta con más de 25 millones de usuarios en España y 2.000 millones en el mundo, según anunció oficialmente la propia compañía en febrero del presente año 2020 con ocasión del undécimo aniversario de su puesta en funcionamiento en el mismo mes de 2009. Como consecuencia de este impresionante proceso de penetración social, un alto porcentaje de los ciudadanos del mundo, y también de nuestro país, están sirviéndose de estas grandes plataformas para relacionarse entre sí, lo que determina un nivel de conectividad inimaginable hasta hace muy poco tiempo y, por ende, el intercambio constante y en proporciones incalculables de contenidos de todo tipo, muchos de ellos referidos a opiniones, experiencias o vivencias de carácter personal.

Pues bien, esta forma de comunicación personal, multilateral y extraordinariamente abierta, en muchas ocasiones se está llevando a efecto sin adoptar las más imprescindibles medidas de seguridad y, con mucha frecuencia, sin que los usuarios de dichas plataformas de comunicación multilateral sean conscientes de los riesgos que con ello asumen. A este escenario contribuyen las insuficientes y, en general, complejas herramientas que, para la protección de la privacidad de los usuarios, establecen los gestores de dichas plataformas, movidos esencialmente por intereses de carácter económico.

Ciertamente, cada persona tiene plena capacidad para contactar libremente con los demás y para difundir información sobre sí mismo en la forma y circunstancias que estime más oportunas y, por ende, a través de la red. No obstante, esta circunstancia puede afectar al contenido y alcance e, incluso, a la propia percepción del derecho a la intimidad definido por nuestro Tribunal Constitucional como ámbito propio y reservado frente a la acción y el conocimiento de los demás, hasta el punto de que algunos autores, ante la costumbre de compartir datos privados e íntimos, han acuñado el termino extimidad para referirse a estas situaciones. En cualquier caso, no resulta ocioso traer a colación la Sentencia 27/2020 de 24 de febrero del TC que recuerda al respecto que los particulares que se comunican a través de un entorno digital y que se benefician de la web 2.0, no pueden ver sacrificados por este solo hecho los derechos fundamentales cuya razón de ser última es la protección de la dignidad de la persona.

El problema se detecta al reflexionar acerca de si los usuarios de Internet y en particular de las redes sociales, cuando establecen vínculos de relación más o menos íntimos o incorporan a la red información personal, tienen conciencia plena de que dichos contenidos pueden estar disponibles no solo para sus amigos o para los amigos de sus amigos, sino también para cualquier otra persona que, por uno u otro motivo, tenga interés en conocerlos y que, en consecuencia, pueden ser utilizados con fines diversos e incluso irregulares y/o delictivos por cualquiera de los millones de internautas que comparten esa misma plataforma. Es un hecho cierto que en las redes sociales son los propios usuarios los que, con su actividad, están generando una inmensa base de datos con información sobre ellos mismos y sobre terceras personas relativa a su edad, creencias, ideología, aficiones, intereses, relaciones personales y/o familiares e incluso a la propia geolocalización en el espacio, todo lo cual puede constituir una imponente fuente de información para delincuentes y/o grupos criminales organizados y, en todo caso, una seria amenaza para la privacidad y para el pleno ejercicio de los derechos y libertades individuales.

Toda esta situación está teniendo una amplia repercusión en el ámbito de la delincuencia. Usamos el ciberespacio –ese espacio virtual en el que se despliega Internet y, por ende, las redes sociales– para una buena parte de los actos de nuestra vida, y también para articular nuestras relaciones con los demás por lo que, en consecuencia, también esta siendo utilizado para planificar y desarrollar todo tipo de actividades delictivas aprovechando, además, las capacidades de actuación que nos brindan las tecnologías. Así, es fácilmente perceptible que –como efecto perverso– estos grandes avances técnicos y científicos, en unos casos estén generando nuevos comportamientos capaces de dañar bienes jurídicos necesitados de protección y que, por ello, se hacen acreedores de sanción y persecución penal y, en otros, hayan dado pie a la aparición de originales formas de llevar a efecto conductas delictivas que ya estaban tipificadas como tales en las normas penales-sustantivas, si bien ahora se planifican y ejecutan de otra manera, al servirse los delincuentes de las posibilidades que ofrecen las TIC.

Se trata de un fenómeno criminal abierto, versátil y en constante evolución que alcanza a toda clase de conductas delictivas –entre ellas las que afectan a bienes de carácter personalísimo– y ante el cual los ciudadanos somos más vulnerables. Ello es así precisamente por la intensidad, habitualidad y ligereza con la que, de una forma casi inconsciente, establecemos contactos o incorporamos en la red información personal, debilidad que, sin duda, es especialmente grave cuando afecta a determinados colectivos que por su edad o circunstancias se encuentran en una situación de riesgo más elevado.

Pues bien, es precisamente este ámbito, el de la protección de estos bienes personalísimos en el ciberespacio, el que ha venido siendo objeto de una menor atención hasta hace poco tiempo. La preocupación creciente por las acciones criminales que se planifican y ejecutan en el entorno virtual, tanto a nivel nacional como internacional, se ha concretado principalmente en la articulación de respuestas legales frente a determinado tipo de ilícitos tales como el terrorismo, los ataques informáticos e incluso las estafas y defraudaciones u otros ilícitos de carácter patrimonial. Ciertamente también se ha hecho un esfuerzo encomiable para proteger algunos bienes jurídicos de naturaleza personal frente a determinadas conductas; es ese el caso de las modificaciones en los delitos contra la libertad e indemnidad sexual de los menores o en los relativos a la difusión del discurso del odio a través de la red, no obstante, es indudable que la protección adecuada ante agresiones a la intimidad, la libertad y seguridad de las personas, el honor, la dignidad o la integridad moral demandan una mayor reflexión, una actuación más proactiva e incluso, como sugeriremos, la adopción de algunas medidas legislativas que refuercen dicha protección en el entorno virtual.

Y son las redes sociales las que, por sus características intrínsecas, constituyen el espacio en el que proliferan con mayor facilidad este tipo de comportamientos. Es un hecho evidente que el contacto fluido y constante que posibilitan dichas plataformas, la facilidad que ofrecen para ocultar la identidad personal –utilizando perfiles falsos o cualquier otro medio de anonimización– y la velocidad con la que comentarios o contenidos de cualquier tipo pueden llegar a un número incontable de usuarios, hacen que una buena parte de las conductas ilícitas que atacan bienes personalismos se lleven a efecto a través de estas plataformas, con consecuencias lesivas especialmente graves para quienes padecen los efectos de estos comportamientos.

De ahí el acierto de la Fiscalía General del Estado al dedicar el tema de especial tratamiento en esta Memoria de 2020 al análisis de esta problemática y la valoración de su incidencia, de las dificultades que plantea la investigación y actuación penal frente a este tipo de conductas y las necesidades tanto organizativas como de reforma legislativa que se detectan en este ámbito. Es una materia que, si bien afecta directamente y de forma cada vez más intensa a todos los ciudadanos, tiene una destacada incidencia en determinados colectivos especialmente vulnerables, por lo que es objeto de atención, no solo desde el Área de Especialización en Criminalidad Informática del Ministerio Fiscal español, sino también de aquellas otras que se ocupan de los menores de edad y de la violencia contra la mujer.

En ambos casos, la situación de mayor desprotección de los afectados es patente. Respecto de los menores concurren determinadas circunstancias que les hacen proclives a ser víctimas, y también autores, de los ilícitos que examinamos. La intensa dependencia de las TIC de los llamados nativos digitales –fomentada muchas veces por el propio entorno– y la utilización constante que hacen de las mismas en todas sus relaciones interpersonales, unido al hecho de que muchos de ellos, por su corta edad y/o inmadurez, se encuentran todavía completando su desarrollo físico, mental y moral y por ende su evolución personal, les coloca en clara situación de riesgo frente a este tipo de conductas. Tanto es así que la Unidad Especializada en Menores de Edad del Ministerio Fiscal ha llamado reiteradamente la atención sobre el uso irregular e incluso delictivo de la red por parte de menores de 14 años, circunstancia que –atendida la edad del infractor– queda al margen de la posible exigencia de responsabilidad penal, pero que debiera ser seriamente abordada desde planteamientos educacionales y de sensibilización social.

En ese sentido, es creciente la preocupación a nivel mundial por la difusión a través de esas plataformas de comunicación de juegos o actividades online dirigidas a menores de edad en las que se fomenta su participación en retos o desafíos que pueden derivar en autolesiones o incluso en el suicidio de los participantes. Tanto es así que, en el proyecto en curso sobre una futura ley orgánica sobre protección integral de la infancia y la adolescencia, se plantea la tipificación penal de dichas conductas de provocación o incitación.

Y lo mismo hemos de indicar respecto de las víctimas de violencia de género, ya que la tecnología ha puesto en manos de sus agresores mecanismos muy potentes de manipulación, humillación o control, que pueden llegar a generar dominación y relaciones desiguales entre hombres y mujeres, capaces de producir efectos lesivos extraordinariamente graves para quienes sufren esta forma de agresión. Efectivamente, a través de las TIC no solo se ataca la libertad, dignidad o intimidad de las personas, sino también se vulnera la igualdad de género, pues el mundo virtual no es más igualitario que el mundo real, sino más bien al contrario. Por esta razón es necesario destacar, aunque sea brevemente, las particularidades y la incidencia perniciosa de las nuevas tecnologías en la violencia de género, especialmente en la violencia psicológica, ya que constituyen un instrumento perfecto para controlar, dominar y subyugar, a la vez que impiden o dificultan el cierre definitivo de la relación afectiva y cosifican más a la mujer que, tras percibir el control, ve incrementarse las dificultades inherentes a la violencia de género para denunciar la situación.

Es un hecho la alta prevalencia del ciberacoso y otras violencias digitales sobre las mujeres y niñas, y la mayor vulnerabilidad de estas frente al daño que se produce por la desigual valoración social sustentada en estereotipos sexistas y roles tradicionales trasmitidos por las redes sociales sin filtro alguno; la mujer está más expuesta y su imagen resulta más deteriorada. El inicio a edades cada vez más tempranas de relaciones afectivas, desarrolladas principalmente a través de las redes, donde es posible ejercer el control y atacar la intimidad, la dignidad y la libertad de la pareja, obligan a replantearse el concepto de análoga relación afectiva aún sin convivencia.

Confirma esta realidad la Comisión de las Naciones Unidas para la Banda Ancha[5], que concluye que casi las tres cuartas partes de las mujeres, es decir, más de 9 millones, han estado expuestas a alguna forma de ciberviolencia. En el marco de la Unión Europea (en adelante UE), la encuesta más importante sobre violencia de género contra las mujeres (FRA, 2014)[6] destaca que los actos de hostigamiento a través de la red y mensajería instantánea afectan principalmente a las jóvenes, en un porcentaje del 4 % de las comprendidas entre los 18 y 29 años de edad, lo que supone 1,5 millones, en tanto que respecto de las mujeres de 60 o más años el porcentaje es del 0,3 %. Según ese mismo informe, un 11 % de las mujeres han recibido mensajes SMS sexualmente explícitos o insinuaciones ofensivas a través de las redes sociales.

De esta misma preocupación se ha hecho eco, en los últimos años, el Consejo de Europa (en adelante CoE), organismo del que emanan no solo el Convenio de Budapest sobre Ciberdelincuencia, sino también los otros dos grandes convenios que, desde diferentes enfoques, abordan la materia que nos ocupa: el de Lanzarote para la protección de los niños contra la explotación y abuso sexual y el Convenio de Estambul sobre prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia domestica. Recientemente, en el seno del Convenio de Budapest se ha analizado en profundidad la problemática relacionada con la violencia online sobre menores y mujeres, los elementos comunes entre las diversas conductas delictivas en que se manifiesta y los problemas que plantea su investigación y persecución penal. También se han recopilado y analizado las soluciones legales que han ido adoptando, al respecto, los distintos Estados miembros y sus experiencias y buenas prácticas en relación con ello. El resultado de este trabajo se recoge en el interesante Estudio Cartográfico sobre Ciberviolencia (Mapping Study on Cyber Violence), aprobado en el T-CY de la Convención de Budapest en julio de 2018[7], con el que se pretende impulsar y facilitar la acción legislativa de los Estados para mejorar la tipificación penal de las distintas formas de ataque virtual a estos bienes jurídicos, además de promover una actuación policial y judicial más efectiva frente a estos comportamientos que, al tiempo, garantice una mejor y más completa protección a las víctimas de estos ilícitos.

Igualmente, el Instituto Europeo de Igualdad de Género (EIGE) del CoE, en el estudio La ciberviolencia contra las mujeres y niñas refleja su preocupación ante este problema creciente de proporciones mundiales y cuyas consecuencias aún se desconocen. Según los datos de que dispone, una de cada 10 mujeres ha sufrido alguna forma de violencia desde los 15 años y las víctimas de la venganza pornográfica son en un 90 % mujeres. En el informe también se pone de manifiesto la estrecha relación entre la violencia física y digital, en la medida en que 7 de cada 10 mujeres que han sufrido actos de ciberhostigamiento, también han experimentado alguna violencia física o sexual por parte de su pareja.

[1] Ya en 1948 la Declaración Universal de Derechos del Hombre DDHH de Naciones Unidas proclama entre otros muchos, el derecho a la intimidad personal (art. 12). Por su parte el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos también de NNUU, publicado en 1966, reconoce expresamente el derecho a la vida privada y familiar, a la intimidad del domicilio y correspondencia y a su honor y reputación (art. 17). A su vez, en el marco del Consejo de Europa, el Convenio sobre Derechos Humanos y Libertades Fundamentales (CEDH) de 1950, se hace eco en su articulado del derecho a la vida privada y familiar, el domicilio y la intimidad de la correspondencia (art. 8) y recientemente, en nuestro espacio más próximo, la Unión Europea, en la Carta de Derechos Fundamentales, reconoce en sus preceptos el derecho a la vida privada y familiar (art. 7) y a la protección de los datos de carácter personal (art. 8).

[3] Información publicada el 24 de marzo de 2020 http//www.ine.es.

[4] Elaborado por We Are Social en colaboración con la plataforma de gestión de redes sociales Hootsuite.

[5] Informe «Combatir la violencia en línea contra las mujeres y niñas: una llamada al mundo». Publicado el 24 de septiembre de 2015.

[6] Realizada por la Agencia de los Derechos fundamentales de la Unión Europea y disponible en https://fra.europa.eu/en/publication/2014/violence-against-women-eu-wide-survey-main-results-report.

[7] Puede ser localizado en la página del CoE http.//www.coe.int