2. UNIDAD DE CRIMINALIDAD INFORMÁTICA
2.1 Introducción; aspectos generales
Hoy nadie discute que el desarrollo de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (en adelante TIC) incide en todas las facetas de nuestra actividad como ciudadanos y ciudadanas individuales y como integrantes de la comunidad nacional e internacional, y que está afectando también a la actuación y funciones de las instituciones básicas de los Estados y al planteamiento y desarrollo de las relaciones sociales, políticas y económicas.
Indiscutiblemente son muchos los efectos positivos que de ello se derivan ya que las grandes posibilidades de acción que ofrecen los avances técnicos y científicos están contribuyendo al progreso de los pueblos y al desarrollo de la humanidad pero, al tiempo, su enorme potencial y la eventualidad de que sean utilizadas de forma irregular o con objetivos perversos implica graves riesgos para el funcionamiento ordinario de los organismos públicos y privados, para la seguridad de los ciudadanos y ciudadanas, de los Estados y/o de la comunidad internacional e, incluso, para el pleno ejercicio de los derechos fundamentales y las libertades individuales.
Y ello es debido, en buena medida, a la circunstancia de que el uso masivo de estas herramientas y su penetración en la cotidianeidad de los/as habitantes de la mayoría de los países del mundo no haya venido acompañado de la adopción de las medidas preventivas y de seguridad necesarias para evitar o minimizar ese peligro.
Buena muestra de esa intensa digitalización de la sociedad es el resultado de la encuesta elaborada por el Instituto Nacional de Estadística sobre equipamiento y uso de las TIC en los hogares españoles correspondiente al año 2023, que analiza dicha realidad tomando como referencia la población comprendida entre 16 y 74 años. Según dicho estudio, el 94,5 % de ese colectivo utilizó al menos en una ocasión internet durante el último trimestre de 2023, lo que implica que un total de 33,5 millones de las personas residentes en nuestro país acceden esporádicamente a la red, si bien el porcentaje de los que lo hacen de forma habitual es ligeramente inferior, pues se cifra aproximadamente en el 90 % de los incluidos en la mencionada franja de edad. Dichos índices se elevan considerablemente hasta alcanzar el 99,8 % del citado colectivo si lo focalizamos en los y las jóvenes entre 16 y 24 años. Por su parte son llamativos y especialmente reveladores a los efectos que nos ocupan los datos que ofrece el Instituto Nacional de Estadística en referencia a los niños y niñas entre 10 y 15 años: el 93,1 % de quienes integran dicho grupo social usa frecuentemente el ordenador y el 94,7 % navega por internet, al menos esporádicamente, en tanto que el 70,6 % dispone de teléfono móvil para su uso personal.
Pues bien, en este proceso de transformación digital en el que nos encontramos inmersos, el fenómeno de las redes sociales, surgido en la segunda mitad de los años noventa, se configura como el resultado natural de la progresión científica y técnica y, al tiempo, como uno de los grandes impulsores de la impresionante penetración de internet en la ciudadanía. Las redes sociales son servicios de la sociedad de la información que ofrecen a las y los usuarios, sin contraprestación económica por su parte, una plataforma digital de comunicación global así como la posibilidad de generar un perfil propio con sus datos personales y de participar en grupos creados sobre la base de intereses, actividades o relaciones comunes. A través de estas plataformas se promueve y facilita el contacto entre las personas y el intercambio de información ya que ponen a disposición del público una especie de habitat virtual en el que todos/as pueden relacionarse, comunicar sus opiniones ideas y reflexiones y conocer las de los demás a través comunidades más o menos amplias –a veces integradas por millares de contactos– creadas en función de intereses diversos.
El impacto de las redes sociales es y ha sido extraordinario. Distintos informes elaborados a nivel mundial cifran en unos 5.000 millones el número de usuarios y usuarias de redes sociales a principios de este año 2024 siendo la más utilizada Facebook con casi 3.000 millones de participantes seguidos de YouTube y de Whatsapp, que más que una red social es un sistema de mensajería instantánea. Por su parte y según el informe España Digital 24, en nuestro país están dados de alta en redes sociales 39,7 millones de personas, aunque no todos los perfiles se corresponden con titulares individuales.
En términos muy genéricos y en atención a sus objetivos cabe distinguir entre las redes sociales horizontales o genéricas diseñadas para la participación de personas de perfiles diversos ya que no se estructuran en torno a temáticas determinadas y su única finalidad es la de servir de canal de comunicación interpersonal, información o entretenimiento. En este grupo se incluyen, entre otras, las más utilizadas y populares como Facebook o X (Twitter.com). Por contra, se consideran redes sociales de carácter vertical las diseñadas para promover y facilitar la relación entre quienes comparten intereses comunes de naturaleza más específica ya sean culturales, deportivos, artísticos o profesionales. Buen ejemplo de ello es la red Linkedin cuyo propósito es impulsar y facilitar los contactos y relaciones en el ámbito laboral o profesional de sus usuarios y usuarias.
En uno y otro caso, las redes sociales constituyen el paradigma de la web 2.0, en lo que implica un paso adelante en la propia evolución de internet a resultas de la cual el/la usuario/a deja de ser un mero cliente o receptor de información para incorporarse como agente activo a la red. En suma, la nota definitoria de estas plataformas digitales de comunicación es la posibilidad que ofrecen a sus integrantes de crear, aportar, seleccionar e intercambiar contenidos con los restantes miembros del grupo e interactuar con ellos, y es precisamente este «volcado» constante de información lo que mantiene viva y activa la comunidad virtual, y satisface –al menos aparentemente– los intereses del propio grupo y de quienes se integran en el mismo, fomentando una participación de sus componentes cada vez más dinámica y creativa.
En consecuencia, bien podría argumentarse que el indicado modelo de comportamiento, cada vez más generalizado por esa popularidad creciente de las redes sociales, está en el origen de muchas de las variaciones detectadas en la percepción social del contenido y alcance de ciertos bienes jurídicos eminentemente personales como la privacidad y la intimidad. Porque es evidente que una buena parte de esos contenidos que se comparten a través de esas plataformas no son sino informaciones acerca de la propia vida, experiencias, conocimientos u opiniones de quienes participan en la comunidad virtual que voluntariamente ceden aspectos de su vida privada para compartirlos con los otros componentes del grupo.
Nos encontramos por tanto en una situación en la que el intenso esfuerzo regulador realizado institucionalmente en los últimos años con la finalidad de reforzar la protección de la intimidad, la privacidad o los datos personales convive con unos modelos de actuación que potencian, promueven y fomentan la divulgación más o menos abierta de datos e información personal. Ciertamente, como en múltiples ocasiones ha recordado el Tribunal Constitucional cada persona puede definir libremente su ámbito de intimidad y, por ende, comunicar o dar publicidad a aquellas informaciones sobre sí mismo que estime oportuno. El problema se plantea cuando quien define ese ámbito de privacidad, por su edad y, en consecuencia, su formación y desarrollo personal, no tiene la capacidad de discernimiento suficiente para valorar los riesgos que asume al mantener contactos online con terceros no suficientemente identificados, o al «volcar» información sobre sí mismo en la red.
A mayor abundamiento este fenómeno se ha visto acentuado por la posibilidad de interactuar en estas plataformas a través de dispositivos móviles. La generalización de los smartphones, los ordenadores portátiles o los Ipad ha determinado que la conectividad, y con ello, la intercomunicación entre los y las integrantes de la comunidad virtual pueda ser permanente, en cualquier hora del día, en cualquier lugar y en cualquier situación. Y ello es particularmente evidente entre los más jóvenes, para quienes las redes sociales constituyen en la actualidad el medio habitual de comunicación y socialización. Aunque, por el momento, no contamos con datos estadísticos debidamente contrastados acerca de su uso por parte de menores de 16 años, la Agencia Española de Protección de Datos con apoyo en informes elaborados por la IAB ha fijado en un 97 % el porcentaje de niños y niñas entre 14 y 17 años que participan habitualmente en estas plataformas de comunicación.
Según la normativa vigente en España, de conformidad con lo establecido en el artículo 7 de la LO 3/2018, de 5 de diciembre, sobre Protección de Datos Personales y garantía de derechos digitales, la edad mínima para prestar consentimiento a efectos del tratamiento de datos personales está fijada en los 14 años, aunque es posible hacerlo en edad más temprana con el consentimiento de los padres o tutores del interesado/a, quienes no siempre son conscientes de los riesgos que de ello pueden derivarse para quienes se encuentran bajo su guarda. Nuestro país, en este aspecto, se ha acogido a la posibilidad recogida en el artículo 8 del Reglamento (UE) 2016/679, sobre protección de datos de carácter personal, que, aun estableciendo el margen de edad a dicho fin en 16 años, deja a criterio de los Estados la previsión de un límite inferior que, en cualquier caso, ha de ser superior a los 13 años. Por su parte, los responsables de las distintas plataformas de redes sociales han ido estableciendo requisitos específicos para registrarse en sus servicios. Algunas de ellas, como Facebook se atiene en lo referente a la edad mínima a la regulación legal en el país de que se trate, en tanto que otras siguen su propio criterio, como TickTock y X (Twitter.com) que han establecido el límite de edad en los 13 años o el de Instagram que la fija en los 14.
No obstante, para las y los menores es relativamente sencillo burlar esas limitaciones y crearse un perfil en estas plataformas virtuales, pues para ello sería suficiente con hacer constar una edad distinta de la exigida por ley o por la propia plataforma o utilizar una identidad supuesta. La falta de supervisión del cumplimiento de dicho requisito por los responsables de las redes sociales y la ausencia de control parental sobre estas situaciones está determinando que un número indeterminado de niños y niñas, incluso de edad inferior a los 14 años, este interactuando en redes sociales y accediendo sin limitación alguna a contenidos propios de adultos ya sean de carácter violento, sexista, discriminatorio o de naturaleza pornográfica y ello pese a la vigencia de los artículos 99 y ss. de la Ley 13/2022, de 7 de julio, General de Comunicación Audiovisual, que imponen determinadas medidas para evitar la difusión de contenidos perjudiciales para este colectivo.
Esta laxitud en el control de la edad para integrarse en una red social y la flexibilidad con que se trata el acceso de niños, niñas y adolescentes a internet genera consecuencias que pueden resultar muy negativas en su desarrollo y progreso personal ya que no solo ponen en grave riesgo la propia intimidad y privacidad del menor, sino que pueden también provocar efectos perjudiciales en su percepción de la realidad, en la forma en que establece sus relaciones con los demás y en su evolución psicoafectiva o sexual, además de incrementar su vulnerabilidad frente a actividades delictivas que se planifican y ejecutan en el entorno virtual.