Capítulo II. ÓRGANOS CENTRALES DEL MINISTERIO FISCAL - 6. FISCALÍA ESPECIAL CONTRA LA CORRUPCIÓN Y LA CRIMINALIDAD ORGANIZADA

6.7 La actuación de la Fiscalía Especial: propuestas de reforma

En la Memoria correspondiente a 2017 se alertaba de los problemas que plantea la gestión de las llamadas macrocausas, prestando especial atención al art. 324 LECrim y las piezas separadas. Nos hacíamos eco de nuevo de esta cuestión en las Memorias de 2018 y 2019 donde se constataba que los problemas ya apuntados subsistían, lo que había llevado a las asociaciones profesionales de fiscales y jueces y la propia Fiscalía General del Estado a propugnar su reforma o derogación por considerar que se trataba de una norma que no se correspondía con el vigente modelo de proceso penal, dificultaba las posibilidades de investigación criminal sin proporcionar tampoco mayor celeridad a la justicia, antes al contrario, había generado una notable inseguridad jurídica, no había sido eficaz ni eficiente desde la perspectiva de la finalidad perseguida y había incrementado la carga burocrática de la Fiscalía.

Finalmente, la Ley 2/2020, de 27 de julio ha modificado el art. 324, simplificando notablemente el sistema de plazos de la fase de investigación judicial, al establecer un único plazo de doce meses para la instrucción de las causas penales, prorrogable por sucesivos e ilimitados periodos de hasta seis meses de duración, sin otro límite que el necesario para lograr la consecución de los fines atribuidos por el art. 299 LECrim a la fase sumarial. Como único presupuesto para prorrogar la investigación se establece que la autoridad judicial constate y motive la imposibilidad de su finalización como consecuencia de la necesidad de practicar nuevas diligencias. Otra relevante novedad es que se atribuye al juez instructor el control de los plazos de la investigación en el seno del proceso penal y que le permite decretar de oficio la prórroga de los plazos de la investigación.

De cualquier modo, la indudable mejora establecida en la regulación del sistema de plazos no debe conducir a una relajación en el compromiso de la Fiscalía por cohonestar la eficacia del proceso penal con los derechos fundamentales de presunción de inocencia, derecho de defensa y a un proceso con todas las garantías que se sustancie en un plazo razonable. Los criterios de flexibilidad y de racionalización en la selección y dibujo del objeto procesal deben llevar a la Fiscalía, como decíamos en anteriores Memorias, a lograr un mejor seguimiento y control del proceso, evitando agotar la instrucción con diligencias que se puedan practicar, en su caso, en el juicio oral y renunciando a líneas de investigación colaterales a los hechos investigados que demoran la conclusión del procedimiento y no aportan un valor añadido a la acusación. Ello en modo alguno implica la no persecución de los hechos complejos y la dedicación exclusiva a aquellos acreditados, pero sí representa el compromiso de los fiscales con el verdadero objetivo y finalidad del proceso penal, que impone la solicitud de la conclusión de la fase de instrucción tan pronto exista un material incriminatorio suficiente que permita un, por otra parte, siempre incierto juicio de prosperabilidad positivo de la acusación.

Las Memorias de 2017 y 2018 prestaban singular atención a la necesaria mejora de los cauces de detección de la corrupción, mejora que, ligada al necesario establecimiento de un nuevo marco procesal en el que el Fiscal asuma la investigación de las causas penales desde presupuestos notablemente diferentes, no se ha producido en modo alguno, por lo que debemos dar por reproducido lo entonces dicho. En 2019 vio la luz la Directiva (UE) 2019/1937 del Parlamento Europeo y del Consejo de 23 de octubre de 2019, relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del derecho de la Unión. Esta Directiva, todavía no transpuesta por España, garantizará una protección en toda la UE para los informantes que notifiquen infracciones de la legislación de la UE entre otras, en materia de contratación pública, servicios financieros y blanqueo de capitales. También se aplicará a las infracciones de las normas de competencia de la UE, las vulneraciones y el abuso de las normas relativas al impuesto sobre sociedades y el daño a los intereses financieros de la UE. La Comisión alienta a los Estados miembros a superar estas normas mínimas y a establecer normativas exhaustivas basadas en los mismos principios en materia de protección de los informantes de irregularidades. La Directiva se aplicará a todas las empresas de más de 50 empleados o con un volumen de negocios anual de más de 10 millones de euros, las cuales deberán crear un procedimiento interno para gestionar los informes de los denunciantes de irregularidades. La nueva ley debería extenderse, al menos, a todas las administraciones nacionales y regionales, así como a los municipios que tengan más de 10.000 habitantes. La propuesta protege la denuncia de irregularidades responsable y claramente dirigida a salvaguardar el interés público. Por lo tanto, contempla salvaguardias para disuadir e impedir los informes abusivos o malévolos y prevenir daños injustificados a la reputación.

La esperada ley española deberá dar respuestas a cuestiones tales como si conviene extender la protección prevista en la directiva, qué entidades del sector público y privado deben quedar obligadas a establecer los canales de denuncia, cómo deben gestionarse los canales internos, si se pueden dejar en manos de un tercero o no, el tipo de sanciones que deben aplicarse a quienes infrinjan la ley, si pueden darse premios o recompensas a los alertadores o si debe crearse una autoridad administrativa independiente, que será la encargada de recibir y responder a las denuncias.

Otra cuestión que está mereciendo una atención creciente por parte de la Fiscalía es la relacionada con la responsabilidad penal de las personas jurídicas. La LO 5/2010, de 22 de junio, de reforma del Código Penal introdujo en España la responsabilidad penal de las personas jurídicas poniendo fin a siglos de vigencia en nuestro derecho del criterio contrario a dicha responsabilidad, expresado en la tradicional fórmula societas delinquere non potest. Sin apenas pronunciamientos judiciales sobre el art. 31 bis CP en los siguientes cinco años –si bien es cierto que tampoco su antecedente más próximo, las consecuencias accesorias del art. 129 CP, habían sido muy utilizadas–, la LO 1/2015, de 30 de marzo, realizó una profunda reforma de la entonces todavía novedosa normativa, no solo para introducir alguna «mejora técnica» en su regulación y delimitación del contenido del «debido control» sino, sobre todo, para incorporar a nuestro Derecho Penal los programas de cumplimiento normativo o corporate compliance programs, con valor eximente de la responsabilidad penal a las personas jurídicas, que constituyen sin duda el aspecto más novedoso de la reforma.

Transcurridos ya diez años desde el reconocimiento de la responsabilidad penal corporativa, y llamadas al procedimiento penal centenares de personas jurídicas en calidad de investigadas, merece la pena una breve reflexión sobre estos programas de cumplimiento normativo y su difícil encaje procesal.

En los últimos años hemos asistido a la sucesiva publicación de distintas normas elaboradas por la Organización Internacional de Normalización (ISO) y/o la Asociación Española de Normalización (UNE) sobre gestión de compliance, que tienen por objetivo que organizaciones de todos los tipos y tamaños puedan gestionar los riesgos en la empresa de forma efectiva. Entre estas normas, podemos mencionar la UNE-ISO 31000, sobre gestión de riesgos y seguridad; la UNE-ISO 19600, sobre sistemas de gestión de compliance; la UNE 19601, sobre sistemas de gestión de compliance penal, alineada con los requisitos y condiciones que establece el art. 31 bis del Código Penal; la UNE-ISO 37001, del sistema de gestión para prevenir el soborno en las organizaciones o la UNE 19602, sobre Sistemas de gestión de compliance tributario. Tales normas merecen una valoración positiva, en la medida en la que establecen los requisitos que debe cumplir un sistema de gestión de compliance en las organizaciones y precisan las recomendaciones para adoptar, implementar, mantener y mejorar las políticas de compliance dentro de la empresa, determinando el alcance del sistema y detallando el proceso de identificación, análisis, valoración y revisión de los riesgos penales.

Las incógnitas en torno a estas normas derivan de su naturaleza privada y de su inidoneidad para incorporarse al derecho positivo español. Constituyen, sin duda, una buena herramienta y una guía adecuada que exige a las entidades que pretendan seguirla un indudable esfuerzo organizativo tras el que, finalmente, en el caso de que se cometa un delito, el juez o el tribunal decidirá si sirve como atenuante o eximente de la responsabilidad tributaria, valorando si la infracción penal es una manifestación de la ineficacia del modelo o de un accidente puntual en un sistema de compliance adecuadamente implementado.

Por otra parte, es una realidad que muchos de los programas implementados responden a la dinámica del denominado check the box, que permiten a la compañía cumplir formalmente con la necesidad de tener un compliance que poder exhibir a la autoridad judicial cuando le sea requerido. Evidentemente estos programas estereotipados que, aun siguiendo fielmente la literalidad de la norma apenas se adaptan a las particularidades de la organización, no representan un compromiso con la prevención de la delincuencia en la empresa y en nada reflejan una verdadera cultura ética empresarial.

En cuanto a las certificaciones expedidas por empresas o asociaciones evaluadoras del cumplimiento de obligaciones, mediante las que se manifiesta que un modelo cumple las condiciones y requisitos legales, la Circular 1/2016 FGE ya indicaba que podrían ser apreciadas por los Fiscales como un elemento adicional más de la adecuación del modelo, pero en modo alguno como prueba de su eficacia pues, en definitiva, dicha valoración corresponde de manera exclusiva al órgano judicial. En efecto, las pegatinas que puedan lucir las empresas, facilitadas por asociaciones sectoriales, oficinas técnicas o las propias entidades de certificación no son sino la opinión que terceros independientes ofrecen sobre el grado de cumplimiento de los requisitos establecidos en los correspondientes estándares privados. Tienen la virtualidad, eso sí, de demostrar la preexistencia e integridad de un programa de compliance.

En España son relativamente escasos los pronunciamientos jurisprudenciales que existen sobre la responsabilidad penal de las personas jurídicas y todavía ninguno ha entrado a valorar los «modelos de organización y gestión» a que se refiere el art. 31 bis.2 CP. Una primera y necesariamente apresurada evaluación sí parece indicar que al nivel de directivos de empresa la nueva regulación ha supuesto un acicate para la profundización e implantación de fórmulas preventivas para evitar la criminalidad en la empresa. No tanto porque asusten las penas en su materialidad, sino porque impone mucho respeto el riesgo reputacional, cuyas repercusiones económicas negativas seguramente son mucho mayores que la cuantía de la multa, al margen de las graves consecuencias económicas derivadas de las limitaciones y prohibiciones de la actividad que imponen ciertos reguladores a aquellas empresas que sufren una condena o incluso, son simplemente acusadas. Y ese es precisamente el objetivo que ha buscado el legislador al dotar de valor eximente a los modelos de prevención de delitos, tal y como indica la STS 154/2016 al reconocer que la circunstancia de exención de responsabilidad, «en definitiva, lo que persigue esencialmente no es otra cosa que posibilitar la pronta exoneración de esa responsabilidad de la persona jurídica, en evitación de mayores daños reputacionales para la entidad…»

El problema de los programas de compliance en España es que no está nada claro que las empresas vayan a conseguir con ellos una pronta exoneración, fuera de algunos supuestos que se plantean en la Circular 1/2016 de la FGE. Y la explicación está en nuestro inadecuado –también en este punto– modelo procesal. Ante la ausencia de jurisprudencia suficiente en nuestro país, parece obligado volver la vista a EEUU, el país que más tradición tiene en el ámbito del compliance, y valorar el efecto que tuvo la aprobación de las Organizational Guidelines en 1991, que establecían criterios generales para la aplicación de las penas a las personas jurídicas y los sucesivos Memos del DOJ (Department of Justice) que impartían criterios a los Fiscales de cuándo y cómo ejercer la acusación contra personas jurídicas. Sin duda, la claridad regulatoria estimuló la aplicación de la responsabilidad penal de las personas jurídicas tanto por fiscales como por jueces.

El modelo americano de responsabilidad de la persona jurídica es un modelo vicarial en el que los programas de compliance son tenidos en cuenta una vez transferida la responsabilidad a la persona jurídica, a la hora de individualizar la pena. Resumidamente, podemos establecer que en EE. UU. un compliance eficaz se tiene en cuenta para decidir ejercitar la acción penal, graduar la culpabilidad, apreciar efectos atenuatorios en la pena o, a través de la sentencia, obligar a establecer un modelo de compliance eficaz.

La jurisprudencia americana refleja que los tribunales no evalúan en profundidad los elementos del programa de cumplimiento para comprobar si la empresa actuaba de manera efectiva en el marco del mismo y si el programa era capaz de detectar y evitar violaciones. Por el contrario, lo que suele ocurrir es que imponen penas menos graves a aquellas compañías que tienen planes de cumplimiento que califican como no efectivos, como se demuestra por el hecho de que se haya cometido el delito y no imponen atenuación alguna a las que carecen de plan. Pero lo cierto es que la Fiscalía rara vez lleva a juicio a las empresas y recurre cada vez más a los denominados DPAs (Deferred Prosecution Agreements) y NPAs (Non Prosecution Agreements), acuerdos con las compañías de completo encausamiento diferido o de no prosecución de juicio Cuando la Fiscalía entiende que el programa no es efectivo, las medidas que se adoptan en los NPA o DPA van desde la introducción de un código ético y un sistema de formación de empleados a la necesidad de que el modelo de cumplimiento sea revisado periódicamente por auditores externos, pasando por el nombramiento de un oficial de cumplimiento con recursos propios y una línea directa con el órgano de administración o el CEO de la compañía, la existencia de un sistema de control y de procedimientos internos bajo la vigilancia del oficial de cumplimiento para el descubrimiento de comportamientos ilícitos o el establecimiento de un canal de denuncias.

De este modo, los acuerdos entre la Fiscalía norteamericana y las empresas investigadas cumplen un doble objetivo: para la acusación, eludir un difícil juicio sobre la idoneidad del modelo de prevención de riesgos corporativos; para la empresa, el acuerdo supone evitar el mencionado daño reputacional que representa someterse a un largo y frecuentemente publicitado proceso penal.

Esta posibilidad de alcanzar acuerdos con las empresas dota al sistema americano de una gran flexibilidad de la que nuestro novedoso modelo penal no puede beneficiarse por la ausencia de un marco procesal adecuado. Para empezar, el proceso penal español no atribuye al Fiscal la instrucción de los procedimientos penales. Además, el principio de oportunidad se encuentra restringido exclusivamente al procedimiento por delito leve, que no juega en el ámbito de la responsabilidad penal de las personas jurídicas. El limitado juego de la conformidad y la existencia de acusaciones particulares y hasta populares terminan dibujando un panorama claramente hostil a la finalidad que persiguen los programas de compliance que, en el ámbito anglosajón en el que nacen no persiguen, ni se utilizan, para que el juez evalúe en sede penal la validez del compliance. En España, por el contrario, mucho nos tememos que el destino de los modelos de organización y gestión no sea otro que el de su evaluación, siempre difícil, en el seno del proceso penal y, muy frecuentemente, en el juicio oral.

Todo ello permite constatar, una vez más, la precipitación con la que se incorporan a nuestro ordenamiento determinadas soluciones de espinosa aplicación práctica y, sobre todo, la urgente necesidad de establecer un sistema de investigación y enjuiciamiento moderno, ágil y equilibrado, que se atreva a romper del todo con la ancestral tradición inquisitorial y atribuya la dirección de la investigación al Ministerio Fiscal.

Como en anteriores memorias, seguimos propugnando el aforamiento de los Fiscales de la Fiscalía Anticorrupción ante el Tribunal Supremo, por las razones que se exponían en la Memoria de 2018, del mismo modo que la asunción de nuevas funciones en materia de cooperación internacional, concretamente las extradiciones y las órdenes europeas de detención y entrega, cuestión esta también desarrollada en la Memoria de 2018. El nulo eco de estas propuestas nos obliga a reiterarlas, siquiera sea para evitar que caigan en el olvido.

En cuanto a reformas concretas, venimos repitiendo que, sin perjuicio de la indudable función preventiva que también cumplen las sanciones penales, podemos convenir que la prevención resulta siempre más eficaz que el castigo para alcanzar ese común objetivo de reducir la corrupción. Y entre estas políticas preventivas, la transparencia, la rendición de cuentas y el fácil acceso a la información de interés público constituyen instrumentos de capital importancia. También existe un amplio acuerdo en que es imprescindible una rigurosa regulación de las llamadas «puertas giratorias» y de los lobbies, el refuerzo de la meritocracia, la generalización del principio de objetividad en la toma de decisiones por los servidores públicos y la mejora de los mecanismos de control de las Administraciones regionales y locales y de los sistemas de contratación pública. Sobre estas cuestiones, entre otras, vienen advirtiendo hace años distintos organismos e instituciones. Cierto es que se han realizado esfuerzos en los últimos tiempos, pero también, como ha recordado recientemente el GRECO, que sigue existiendo una amplia brecha entre la legislación y su implementación en la práctica.

La simple adopción de medidas administrativas no es suficiente, pero su aplicación efectiva y sostenible sí supondrá un avance en la lucha contra la corrupción, que se reducirá significativamente cuando exista un auténtico cambio de mentalidad en los organismos públicos y la sociedad en su conjunto. Para ello, y en un planteamiento más ambicioso que permita sanear realmente la sociedad española, desterrar comportamientos deshonestos y establecer una verdadera cultura ética ante lo público desde la enseñanza primaria, no es la mejor solución. Es la única.

Si el ámbito preventivo de la lucha contra la corrupción tiene todavía un amplio margen de mejora, no se aprecian, por el contrario, carencias significativas en el ámbito represivo. El Código Penal contiene un catálogo de delitos suficiente para hacer frente a la delincuencia organizada, a la económica y, desde luego, a la corrupción y las penas previstas son, en términos generales, adecuadas. De hecho, sería deseable que el legislador frenara una actividad que le ha llevado en los últimos años, sin duda para evitar lagunas punitivas en una materia en la que existe un elevado reproche social, a emplear con profusión la deficiente técnica legislativa consistente en acumular descripciones típicas en gran medida coincidentes, que generan complejos problemas concursales en su aplicación. Ante este panorama correctivo, solo el delito de enriquecimiento ilícito, cuya tipificación se viene defendiendo en las memorias de la Fiscalía Anticorrupción de 2017 a 2019, vendría a cubrir el principal vacío que subsiste en esta materia. Tampoco esta propuesta ha merecido hasta la fecha la atención de nuestro legislador, razón por la cual se reitera.