Circular n.º 01/1983

Circulares

DOCUMENTO ANALIZADO

Circular nº 1/1983, de 12 de enero, Salutación y propósitos.

1. NORMAS INTERPRETADAS POR LA CIRCULAR

CONSTITUCIÓN ESPAÑOLA.

Sobre el modelo del «Estado social y democrático del Derecho» anunciado

en el artículo 1-1) de la Constitución Española de 27 de diciembre de 1978 y cuya base normativa se desarrolla a lo largo de sus diez títulos.

Rehúye deliberadamente de dar instrucciones precisas sobre aspectos determinados de las misiones del Ministerio Fiscal. Pretende más que aleccionar o enseñar algo a los miembros de esta Carrera, recapitular las ideas generales de quien asume el cargo de Fiscal General del Estado, una especie de puesta a punto de su posición e invocación de los principios  que inspirarán su manrdato.

2. AFECTADO POR:

Declaración de principios (sin afectación legislativa posterior)

3. EXPLICACIÓN DE LA AFECTACIÓN

TEXTO DE LA CIRCULAR ANALIZADA

Circular nº 1/1983, de 12 de enero, Salutación y propositos.

Al producirse el cambio en la Fiscalía General del Es­tado al filo de paso de un año a otro, el nuevo titular envía en primer lugar una calurosa felicitación a los miem­bros del Ministerio Fiscal con los mejores votos de ventura personal y acierto profesional para todos ellos, acierto con el que cuenta, dado el prestigio de eficiencia y buena prepa­ración de la Carrera. También expresa la seguridad de con­tar con la cooperación de todos en esta etapa. Quiere ade­más dedicar un afectuoso recuerdo al Excmo. señor don José María Gil Albert, quien, con su dedicación y sus dotes de jurista, ha servido ejemplarmente a la Fiscalía en los últi­mos años. Es de estricta justicia agradecerle la valiosa infor­mación transmitida y hacer constar públicamente su cortés y generoso ofrecimiento de colaboración y consejo. Ni que decir tiene que usaremos y quizá abusaremos de su buena disposición con la convicción de que su experiencia será de inapreciable valor para todos nosotros.

INTRODUCCION

La primera tarea de los profesionales del Derecho en la presente hora es la de acercarse decididamente al modelo del «Estado social y democrático del Derecho» anunciado en el artículo 1-1) de la Constitución Española de 27 de diciembre de 1978 y cuya base normativa se desarrolla a lo largo de sus diez títulos.

Las normas jurídicas en general, y en particular las constitucionales innovadoras, constituyen un primer impulso —el reflejo escrito de un primer empujón social— en la dirección que señalan. La adaptación del mundo real al cuadro normativo exije la continuación y revitalización constante de ese impulso inicial por parte de todos los ciuda­danos y de los gobernantes y rectores de todas clases. No se trata aquí sólo de la obligada implantación paulatina de las instituciones —curso perceptible a primera vista— sino del proceso de interiorización individual multiplicado y exten­dido por todo el cuerpo social que desemboca en la efectiva vigencia de las normas y en la asunción de sus fines por la comunidad entera, proceso éste tan necesario en el momento presente de España a cuatro años del giro político-jurídico que llevó al refrendo de la Constitución.

A pesar de la enérgica pretensión de validez incondicio­nada de las normas configurativas del Estado de Derecho, los sociólogos saben y los profesionales del Derecho vamos aprendiendo, que para que tal pretensión sea satisfecha es insuficiente el acto constituyente. Es menester que esa vigo­rosa pretensión de validez y eficacia sea interiorizada, he­cha propia, acogida y abrigada, trasladada a los hechos y conductas. Para lograr todo eso lo primero es conocer o entrever al menos la raíz intelectual y emotiva —la savia que nutre— la noción del Estado de Derecho.

Nuestra Constitución ha intercalado en esa expresión —entre el Estado y Derecho— las palabras social y demo­crático, con lo cual combina (o amalgama) la antigua no­ción inglesa del imperio de la ley —«the rule of law»— enriquecida por las declaraciones de derechos —«bill of rights» inglés, declaraciones americanas y francesas del siglo XVIII—, con el conjunto de ideas y aspiraciones que forman el «ideal democrático». E! Estado de Derecho —«Der Rechtstaat», palabra acuñada por Von MohlIe a mediados del siglo pasado— presupone: 1.°, que Estado y Derecho son cosas distintas; 2.°, que el Estado se someta al Derecho; 3.°, que el Derecho, para tener una cierta sustantividad, junto y a veces frente al Estado, ha de ser originado por la sociedad bien a través de sus representantes o bien directa­mente en las leyes «ad referendum», y 4.°, que la afirma­ción del Derecho como fuente de los poderes del Estado, exije la subordinación de todos —Estado y sociedad— a la Constitución y a las leyes.

La intercalación de las cualidades de «social y democrá­tico» (o «de Justicia» como propone Goldschmidt), implica que el Derecho del Estado no puede ser cualquier cuadro normativo estable sino un conjunto de normas orientado a la realización de los ideales democráticos. Esto nos reenvía a la evolución cultura] de Occidente, o sea a los preceden­tes grecolatinos, a la inserción cristiana en el mundo anti­guo y medieval, a los esfuerzos uniformadores y racionalizadores de las grandes monarquías a lo largo de la Edad Mo­derna, a las revoluciones americana y francesa, al movi­miento obrero (incluida la aportación marxista al mismo) del siglo pasado y de éste y al horizonte de las ideas filan­trópicas y justicieras. Por eso la noción de Estado de Dere­cho consagrada en nuestra Constitución engloba un ele­mento que es algo más que un concepto (y algo menos en el sentido del rigor lógico), se trata de una «idea» regulativa en la significación dada por Kant a ese término, es decir, un concepto que no es extraído ni puede ser llenado por expe­riencia sensible alguna, un modo de leer la historia y antici­par el futuro dando sentido a lo pasado y a lo que se pro­yecta para el porvenir.

I

LEGALIDAD Y JUDICIALIDAD EN EL ESTADO DE DERECHO

El imperio de la ley como noción rectora de todas las relaciones interpersonales e inter-grupos en una comuni­dad, se muestra en el ejercicio de los Poderes y en la Admi­nistración como principio de legalidad. La vieja noción inglesa del imperio de la ley ha sufrido una corrección impor­tante en los nuevos Estados de Derecho; «The role of law» debería traducirse más bien por imperio del Derecho por­que la palabra «law» comprende tanto las leyes del Parla­mento —«enacted law»— como los precedentes y costum­bres acogidos por los jueces —«customary law»—, todo ello sujeto a la soberanía del Parlamento, de modo que el mundo jurídico inglés desconocía y desconoce toda diferen­ciación formal de poder constituyente y poderes constitui­dos. En Inglaterra lo mismo puede decirse que todo dere­cho es ordinario, como que es todo constitucional y esto vale también para la legislación de la Cámara de los Comu­nes que puede entrar en vigor, cumplidos ciertos plazos, a pesar de la oposición de la Cámara de los Lores —caso especialísimo de legislación delegada—. En cambio en los países con constitución escrita, la regla es la distinción entre constitucionalidad y legalidad. La parte dogmática de las Constituciones y las bases estructurales y funcionales del Estado quedan fuera de la disponibilidad de la Ley ordina­ria, con lo cual los jueces, bien los que ejercen el poder judicial ordinario, bien unas ramas jurisdiccionales separa­das —tribunales constitucionales—, tienen a su cargo la sal­vaguarda de todo el ordenamiento jurídico, incluidas la criba o purga de la legalidad ordinaria en contraste con la Constitución.

Así pues, entre los rasgos característicos de los Estados de Derecho con origen en un acto constituyente expreso, destaca el de la judicialidad. El sometimiento de todos al Derecho y la subordinación del Derecho ordinario al consti­tucional deja a los jueces la última palabra en cualquier conflicto que pueda surgir entre poderes o entre ciudada­nos, sin embargo, el riesgo de que jueces y tribunales su­planten a los demás poderes es nulo. La naturaleza de los actos jurisdiccionales, la dispersión y el número de los titu­lares del poder judicial hace que tal riesgo sea puramente imaginario. Los que hablan de la dictadura de los jueces saben que exageran y que sus exageraciones son poco más que desahogos retóricos de la contrariedad que alguna deci­sión judicial de un conflicto llamativo provoca en algún sector social o político.

Destacamos el principio de legalidad de la actuación de Gobierno y Administración, y la intervención de los jueces en último extremo para asegurarla —lo que hemos llamado judicialidad— porque este es el primer plano en el que suelen moverse el Poder Judicial y el Ministerio Fiscal, pero al esbozar tan esquemáticamente estos dos rasgos se vislum­bran tanto la lista de derechos y libertades reconocidos —componente esencial de la parte dogmática de las Consti­tuciones— como la división de funciones y poderes, otra de las características que siempre se predica del Estado de De­recho.

II EL IDEAL DEMOCRATICO

Ya se ha dicho que los ideales democráticos han sido injertados en nuestra Constitución de 1978 no sólo en la definición del artículo 1, 1.°, sino en la parte orgánica que prevé elecciones generales periódicas, elecciones locales, y ciertas formas de participación en la Administración de Jus­ticia. Así pues la Constitución además de revelar la funda­mentación democrática del Estado en la frase introductoria —«Sabed que las Cortes han aprobado y el pueblo espa­ñol ratificado...»— y de fijar los cauces democráticos ins­trumentales, incorpora lo que hemos llamado orientación democrática del Estado de Derecho. La palabra democracia no señala solamente los procedimientos de designación de todos o de algunos cargos públicos, sino que afecta al con­tenido, a la substancia de la vida colectiva. La democracia presupone la igualdad de todos, la libertad de todos, la capacidad de todos los adultos (salvo restricciones legales muy fundadas) para influir en el curso de la vida pública, y presupone también que un orden racional, verdaderamente humano, sólo puede ser construido con el concurso de to­dos. La democracia viene a ser una «IDEA» de la humani­dad, de un mundo humano penetrado en todas sus capas por la razón, la libertad y la igualdad.

No es cierto que la democracia dé de lado a «los distin­guidos» con saberes o en situaciones excepcionales. capaces de ahondar más en las cosas y de influir más intensamente en las personas que en el promedio de los ciudadanos. Pero en cuanto postula un orden racional, exige que el genio (o el afortunado) obren en lo que concierne a los asuntos co­munes por la vía suasoria. Reputa pernicioso al «salvador con la espada» —(«The saviour with the sword», expresión inventada por Toynbee para señalar a quienes en fases criti­cas pretenden recomponer el cuerpo social por la fuerza, aunque aceleran la disgregación, porque ellos mismos son ya agentes disgregadores)--. Se opone resueltamente a toda delegación de las decisiones públicas perpetua o indefinida en manos de ilustrados. La democracia acepta e] riesgo de que, para decirlo con palabras de Goethe, «Ias palabras cuerdas, mueren en oídos sordos», porque teme mayores males, daños a veces irreparables, de la imposición forzada de aciertos real o pretendidamente geniales, que de la obsti­nación popular en los errores, confiando en que la persua­sión haga transitoria la sordera del pueblo.

Arrancar de la premisa de que los hombres y mujeres de una comunidad han de ser tratados como iguales y libres es un presupuesto indeclinable de la democracia que ha ga­nado hace tiempo la batalla de las palabras y que está plas­mado en nuestra Constitución. La victoria de las palabras y de las ideas tiene un gran valor, lo que B. F. Skinner llama, con carga un poco despectiva, «literatura de la libertad» (B. F. Skinner, «Más allá de la libertad y la dignidad», Ed. Fontella. Barcelona 1980) ha dejado honda huella en nues­tro tiempo. Contra el mal efecto que a veces pueden causar los latiguillos democratizantes, contra el hastío y el recelo que en ocasiones se abaten sobre el «demos» al advertir la persistencia de la distancia entre las proclamas y los hechos, todavía encuentra eco la fórmula de Lincoln: «... el go­bierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo» (Disc. de Gettysburg —1863—), todavía inspira respeto la definición del Kelsen: «identidad de conductores y conducidos, impe­rio del pueblo sobre el pueblo».

Claro es que nuestro Estado social y democrático de Derecho es, para empezar, estado, es decir, continuación y permanencia de estructuras y dispositivos del poder político consolidados y firmes, pero en cuanto se le añaden las cua­lidades citadas quiere ser más cambiante (menos estado) que otras formas políticas asentadas sobre el encuadra­miento rígido y la regimentación autoritaria mediante la apelación a la fuerza o a fundamentos transcendentes y supuestamente inmutables. El Estado de Derecho parece menos firme porque traza vías de constante renovación pa­cífica, no sólo de sus órganos, sino de la sociedad, es decir, es en sí mismo un proceso continuo de ajuste de los poderes y de las cargas sociales orientado hacia la justicia. Esto que a primera vista puede presentarse como debilidad, es, sin embargo, su virtud esencial, su fuerza, su garantía de dura­ción.

La orientación democrática de nuestro Estado obliga, —sí, literalmente obliga— al empleo de tácticas de acerca­miento a la democracia plena, es decir, obliga a un largo aprendizaje. La democracia plena aparecerá durante mucho tiempo o quizá indefinidamente por delante de nosotros, lo cual no puede tomarse como refugio perezoso en la inac­ción que nos dispense del cumplimiento del deber de dar pasos en esa dirección. El aprendizaje de la libertad y la igualdad, al igual que todos los aprendizajes humanos sólo es posible si desde el comienzo realizamos y amparamos actos libres y responsables en pie de igualdad con los de­más. La libertad y la igualdad son a la vez postulados y fines de la democracia. Pero postular como punto de par­tida lo que al mismo tiempo es meta de llegada no es irra­cional sino que muestra el hilo dialéctico que conduce desde el momento inicial, negativo de lo existente opresivo, a la afirmación cada vez más amplia de libertades positivas, momento que impulsa a los sometidos a obrar como si fue­ran iguales a los dirigentes o dominantes, precisamente por­que advierten su situación de inferioridad.

También parece evidente que la extinción por confusión de los grupos desiguales de gobernantes y gobernados es punto menos que inalcanzable mientras subsistan Esta­dos que rijan comunidades complejas y altamente desarro­lladas. Los Estados de Derecho «orientados» habrán de contentarse con seguir sin desmayo ni retrocesos su aproxi­mación a la justicia igual para todos y con asegurar mientras tanto que los que gobiernan cuenten con el asentimiento mayoritario periódica y libremente manifestado por el cuerpo social.

Como recapitulación de lo expuesto, insistimos en que la democracia incluida en el Estado de Derecho, no implica la total e inmediata encarnación en nuestra sociedad de los ideales democráticos, es más, cualquier conflicto entre la «Rechtstaatlichkeit» y la Democracia ha de resolverse, al menos provisionalmente, a favor de la noción del Estado de Derecho, pero no es menos cierto que sin fundamentación y orientación democráticas no es pensable el Derecho del Estado perfilado en nuestra Constitución de 1978.

Esta prevalencia del Estado de Derecho puro tiene sus limites, porque en principio el Derecho vale en cuanto fun­dado en la voluntad de todos, expresa o tácitamente mani­festada por la mayoría, en condiciones de libertad e igual­dad, aunque también cabe decir que libertades y aspiracio­nes igualitarias valen en cuanto sean ejercitadas por Ios cau­ces y con las restricciones establecidas por eI Derecho_ La constante de las relaciones entre Estado de Derecho e ideal democrático es la de complementariedad y más aún que ésta, la de una circularidad productora de un equilibrio dinámico, una interpenetración permanente entre Derecho (objetivo) y libertades, entre derechos subjetivos y tenden­cia hacia la igualdad. Por todo ello el caso límite de confrontación entre la «Rechtstaatlichkeit» —calidad de Es­tado de Derecho— y la Democracia constituiría un signo de crisis en ambos ingredientes a la vez. El Estado de Derecho no sobreviviría si tuviera que afirmarse a expensas de la desaparición o mengua considerable de los momentos de­mocráticos y por su parte, a la Democracia, es decir, a la sociedad, que en sus prisas por implantarla se deshiciera de las cortapisas del Estado de Derecho, le ocurriría segura­mente lo que a la paloma que se quejaba de la resistencia que el aire oponía a su vuelo, según la célebre metáfora de Kant, a saber: que si se atendía su queja, al suprimir la resistencia se quedaría sin soporte y se desplomaría en el vacío.

De ahí que lo que en el fondo demanda nuestra Consti­tución de los gobernantes y de los simples ciudadanos, es que aprendan con tacto y con prudencia a vivir dentro de esa especial circularidad que hemos intentado describir, bajo el control jurisdiccional.

III

LA INSTITUCION JUDICIAL Y EL MINISTERIO FISCAL EN LA CONSTITUCION DE 1978

Los artículos 117 y 122 de la Constitución revelan el fundamento último democrático de la Justicia y su carácter técnico —emana del pueblo, pero es administrada por jue­ces y magistrados de carrera—. Por su parte el artículo 124 de la misma ha de entenderse como confirmación de que las funciones del Ministerio Fiscal implican también el carácter técnico de la institución. Carácter común de Jueces y Fisca­les es el de técnicos ❑ expertos en Derecho, al servicio de la Justicia. Ambas carreras tienen una similar preparación técnico-jurídica y, hasta el presente, los miembros de las mismas se reclutan a través de pruebas comunes y pasan por un período de perfeccionamiento conjunto de la Escuela Judicial. El Estatuto reputa al Ministerio Fiscal «inte­grado con autonomía funcional en el Poder Judicial».

La Justicia como virtud y sentimiento es una «idea» ili­mitada. Su campo de acción es la sociedad entera sin que pueda ser patrimonio exclusivo de individuos, cuerpos o sectores sociales, pero cuando la Justicia se busca en la contienda, es decir, en el terreno del derecho vulnerado contenido o resistido, es el negocio de Jueces y Tribunales depositarios del Poder Judicial. El Ministerio Fiscal con­sume la mayor parte de sus energías en el ámbito del Poder Judicial y su misión se define casi siempre con referencia a los actos propios de tal poder,

El hecho de que la potestad de juzgar esté confiada en primer término a jueces y magistrados «técnicos», exentos, en el origen inmediato de su «status» y en el modo de ejercicio de sus poderes, de la influencia de las corrientes de opinión (aun de las mayoritarias) no quiere decir que hayan de ser indiferentes a los principios democráticos que imprengnan y orientan todo el dispositivo jurídico-formal del Estado de Derecho delineado en nuestra Constitución. Esta dota al JUEZ de una posición peculiarísima, al margen de influjos gubernamentales y populares directos, posición que arranca de la misma naturaleza de la función de juzgar reconocida por el poder constituyente. No sólo la jurisdic­ción en si misma, sino los derechos fundamentales de los individuos (o de los entes territoriales en su caso), quedan fuera del juego democrático de las mayorías (aI menos del juego ordinario). Al reconocer y respetar la naturaleza pro­pia del poder juzgar, el poder constituyente confía en los efectos de la educación profesional, es decir, cree conve­niente y hasta necesario que los jueces profesionales de origen no inmediatamente democrático apliquen en los liti­gios normas de origen e inspiración democráticas y tutelen los derechos que de ellas emanan, incluidos los de partici­pación en los asuntos públicos, dándoles para ello una posi­ción de intocable libertad personal para fijar eI sentido exacto de las normas y apreciar la correspondencia o divergencia entre las normas y las conductas, sin más posible vía de corrección que la que los mismos u otros jueces por cauces reglados puedan eventualmente decidir.

Lo anterior sirve para remachar que a la Justicia —en el sentido de Institución— no le está permitido usar del «sta­tus» de independencia de que goza, para establecer una comunicación directa a ras de tierra, permanente u ocasio­nal, con la sociedad al margen de las normas jurídicas vi­gentes. Es principio esencial de la Justicia Judicial en un Estado de Derecho, que la única mediación entre jueces y sociedad es la ley —entendida esta palabra en su sentido amplio de Derecho objetivo en general—. Ningún otro mensajero es de recibo. Ciertamente todos pueden acudir ante la Justicia —Gobierno, autoridades de cualquier rango, particulares, asociaciones, etc.—, pero nadie puede esperar ser escuchado y atendido si no es en cuanto sus pretensiones se hagan por los cauces legales y se funden en las leyes vigentes. Fuera de esos cauces y aparte de tales fundamentos a nada ni a nadie le es lícito influir en la Justicia; ni Gobierno, ni prensa, ni sabios, ni masas.

La intervención ciudadana en la Administración de Jus­ticia ha de cumplir siempre las condiciones de legalidad. La Institución del Jurado, anunciada en la Constitución (ar­tículo 125), no quebranta esos principios. Constituirá, cuando las leyes la desarrollen, una excepción a la regla general de jueces técnicos, pero los jurados serán verdade­ros jueces temporales con «status» ocasional y deberes equi­valentes a los de los permanentes. Esta observación no es, sin embargo, incompatible con el hecho evidente de que tanto la institución del jurado como la acción popular (tam­bién citada en el artículo 125) surgen de la inspiración de­mocrática subyacente en nuestra Constitución.

El Poder Judicial ejercido por jueces y magistrados no es, a pesar de su independencia, una suerte de «Deus om­nia cernit», no es ciertamente un dios que sobrevuele en las alturas, ni mucho menos la dictadura judicial de que antes hemos hablado, situación sin ejemplo en la historia, ni si­quiera en la época de los jueces de Israel.

Los jueces, en cuanto ciudadanos que son como los de­más, caen también en el engranaje de esa especial circulad-dad entre Derecho y Democracia a la que hemos aludido, y en cuanto «jurisdicentes» no deben sustraerse a la obliga­ción de reconocer tal juego dialéctico que viene impuesto por la Constitución y por la naturaleza misma del Estado social y democrático de Derecho. Es claro que los jueces, al resolver un litigio determinado están también obligados a interrumpir el reenvío del uno al otro polo del círculo, pero eso después de prestar igual atención a ambos para determi­nar el punto exacto en que el maximum de democracia de­seable ha de sacrificarse al minimum de Derecho necesario, y después de explorar la última posibilidad de hacerlos com­patibles como quiere la Constitución.

Al insistir tanto sobre la índole peculiar de la posición de jueces y magistrados no intentamos una 'caprichosa in­cursión en el ámbito propio de ellos, sino que reconocemos el carácter determinante que tiene para el Ministerio Fiscal la exacta comprensión del alcance y límites inmanentes del Poder Judicial. Es más, lo propio de jueces y magistrados es ejercer el Poder Judicial, cosa que pueden hacer en bastan­tes ocasiones juzgando con arreglo al Derecho positivo como están obligados, sin hacerse cuestión del poder que estén ejerciendo, al igual que el personaje de Moliere que podía hablar en prosa (y hasta en buena prosa) sin saberlo, mientras que el Ministerio Público, en las variadísimas fun­ciones que la Constitución y el Estatuto le encomiendan ante la Justicia, tiene que partir de la premisa de las competen­cias y potestades de los Tribunales, es decir, que dicho Ministerio ha de conocer la esencia misma del Poder Judi­cial y meditar sobre ella para cumplir su misión, que no es otra que la de mover a quienes ejercen tal poder a extraer hasta la última gota de justicia de las leyes vigentes.

La primera misión del Ministerio Fiscal es la de «promo­ver la acción de la Justicia»... (artículo 124, 1.°). En rigor puede decirse que las demás especificaciones del precepto constitucional y del artículo 3.° del Estatuto Orgánico (Ley 50/1981) son corolarios deducibles de ese enunciado. El Ministerio Fiscal promueve, es decir, impulsa, mueve hacia adelante a los órganos jurisdiccionales. El carácter de órgano activo es visible y predominante. Es cierto que también es órgano de consulta en numerosos casos pero la característica de promotor marca sus facultades de iniciativa.

El imperio de la ley necesita de órganos de declaración e imposición del Derecho y de órganos de requerimiento. El fin propio de la jurisdicción se alcanza en los procesos inicia­dos por quienes tienen intereses personales en muchos ca­sos, pero la legalidad como cuadro general de las conductas sólo puede ser asegurada por completo mediante órganos desinteresados que hacen de la defensa íntegra de ella su deber profesional.

Jueces, Magistrados y Fiscales coinciden en el empeño común de hacer que la ley impere precisamente a través de los cauces regulares de los procesos. Sería superflua una descripción detallada de los diferentes papeles que la Cons­titución atribuye de un lado a la jurisdicción y de otro al Ministerio Fiscal, pero es útil destacar el carácter activo, dinámico, que corresponde al segundo. En líneas generales la Institución Judicial está a la espera de que se le dé la ocasión de declarar el sentido de la ley y de imponer sus consecuencias, mientras el Ministerio Fiscal es uno de los más importantes canales por los que tienen que discurrir las demandas sociales e individuales de justicia. Bien es verdad que en nuestro Ordenamiento procesal penal existe una excepción señalada, el Juez de Instrucción, que ha cuajado en la práctica como la figura más activa y menos burocrática de toda maquinaria de la Justicia. Esa síntesis de órgano investigador y órgano de acusación preliminar, ha sido la pieza más viva y la garantía más efectiva de una justicia cautelar rápida y eficaz en el terreno penal. Tal vez la im­plantación social de esa figura del juez de instrucción de guardia permanente y el general acierto de sus intervencio­nes ha sido la causa de que los miembros del Ministerio Fiscal hayan descansado a menudo en él y hayan creído innecesaria su presencia física inmediata en los primeros pasos del procedimiento criminal. Sin embargo, el Ministe­rio Fiscal es por su misma definición constitucional órgano de anticipación e iniciativa y debe empeñarse seriamente en serlo en la práctica. No se trata de estimular a una competi­ción. La figura del Juez de Instrucción tiene hondo arraigo. como hemos dicho, y el Ministerio Fiscal debe estar a su lado no para competir sino para colaborar y señalar, en caso necesario, direcciones de investigación no advertidas por aquél.

En la actualidad, los Jueces de Guardia de los grandes núcleos urbanos están desbordados y los Funcionarios del Ministerio Fiscal pueden contribuir a contener la riada. El capital de hábitos profesionales acumulados por los jueces de instrucción no debe ser dilapidado y para los miembros de la carrera fiscal no sería inútil que los observaran atentamente en los primeros tiempos de ejercicio de su función: la intervención inédita, la evacuación de citas útiles sobre el terreno, el examen de hombre, mujeres, armas, vestigios en el lugar mismo del delito... etc., etc.: he aquí un campo inagotable de experiencia.

Baste esta disgresión para significar la importancia que la Fiscalía concede a la creación de hábitos de acción pronto en la que la documentación burocrática —que desde luego no tiene que ser descuidada—, sigue a la función sustantiva en vez de reemplazarla.

Volvamos, pues, a la legalidad como marco de actua­ción del Ministerio Fiscal.

IV

EL MINISTERIO FISCAL EN SU PAPEL DE INTRANSIGENTE DEFENSOR DE LA LEGALIDAD

Tanto en aquellos casos que el Ministerio Fiscal toma la iniciativa como en los otros en que recae sobre Jueces y Tribunales la obligación de oír a dicho Ministerio, el papel que le corresponde es el de portavoz de los intereses públicos y sociales y valedor de las leyes. El rasgo dinámico antes señalado no se difumina ni siquiera en los numerosos Casos de consulta obligada, en los que parece que el Fiscal es requerido en lugar de requirente. La proliferación de tales supuestos indica que el Fiscal está «a la mano», pronto y preparado para emitir su dictamen sobre cualquier as­pecto procedimental o sustantivo que roce los intereses so­ciales y públicos o se relacione con la vida jurídica sometida al imperio del Derecho necesario. La consulta preceptiva que jueces y tribunales han de pedir no merma la indepen­dencia judicial ni supone desconfianza hacia el oficio judi­cial, se trata del reconocimiento de que aI Ministerio Fiscal le corresponde hacer oír su voz de manera cualificada en todo aquello que sirva a la exigencia social de validez y eficacia incondicionada del Derecho.

La legalidad que ha de defender el Ministerio Fiscal, al igual que la que vincula a la Jurisdicción y a todos los poderes políticos es la que se deriva de él y se ajusta al Estado social y democrático de Derecho. Ya se ha dicho que la rudimentaria noción de puro imperio de la ley —Derecho estable válido y eficaz con independencia de su contenido— se limita a exigir una ordenación formal e im­personal de las conductas de gobernantes y gobernados, mien tras que los añadidos, «social y democrático», apuntan a la fundamentación del Estado y a la orientación socio-política del Derecho e imponen a todos los poderes líneas de acción e interpretación, algunas de las cuales se refieren a mecanis­mos instrumentales —por ejemplo, la plena aceptación del régimen de mayorías simples o cualificadas según tos pre­ceptos constitucionales— y otras a puntos sustantivos de los ideales democráticos —por ejemplo, el principio de igual­dad—.

De lo anterior se infiere que toda la legalidad está, por decirlo así, teñida por la coloración de las ideas de «Estado de Derecho» y «Democracia» y que el sistema de normas imperante no puede nunca ser concebido fuera de esta gama ni usado como trinchera contra el avance ordenado de la sociedad hacia la mayor aplicación posible de los ideales democráticos. Esto es lo que suele expresarse como con­solidación y profundización de la Democracia.

El Ministerio Fiscal no debe volverse de espaldas a estos valores ni utilizar norma o conjunto de normas alguno aco­tados por un centro de interés económico o social —tráfico mercantil, derecho patrimonial, penal, etc.— como ba­luarte contra las libertades y las aspiraciones legítimas a la igualdad y a la justicia permitidas y alentadas en nuestra Constitución.

El Ministerio Fiscal está obligado, dada su posición de avanzadilla en la defensa de la legalidad, a impedir la «frag­mentación de la Justicia» y a evitar cualquiera tentación de pasar por alto al fondo sobre el cual la legalidad cobra sentido. Si se olvida ese fondo que da sentido no sólo se incurre en lo que hemos llamado fragmentación sino que se puede enturbiar la imagen del Estado de Derecho en cuanto cauce único y suficiente de la vida social y personal conforme a la conciencia y a la libertad.

No han faltado ni faltan voces que ponen en duda el valor del Derecho como medio de conciliación entre el or­den y la conciencia: «El medio con el que la objetividad de lo malo le sirve (al mal) de justificación y le otorga la apa­riencia de bien, es en gran parte el Derecho». «El Derecho es el fenómeno arquetípico de una racionalidad irracional... », «con tal de alcanzar una sistemática maciza, las normas jurídicas amputan lo que no está avalado, toda experiencia de lo particular que no esté preformada, y de este modo termina elevando la racionalidad instrumental a una se­gunda realidad «sui generis» (Theodor W. Adorno, «Dia­léctica Negativa», Ed. Cuad. y Taurus 1975, págs. 306 y 307).

La respuesta a estas objeciones exige deslindar varios escalones de indagación: 1.°, el campo del Derecho que hemos llamado estable, que sirvió de guía a sociedades no enteramente justas ni igualitarias, y que pretende ser reco­nocido en sociedades en marcha hacia la justicia y la igual­dad; 2.°, los dispositivos de preservación del nivel socio­cultural y cultural alcanzado y su adecuación a los nuevos proyectos; 3.°, el plano en que se mueve la expresión del presente nivel cultural que ha dado nacimiento al complejo y delicado mecanismo llamado Estado de Derecho; y 4.°, la dirección hacia la que avanza la voluntad popular de lograr cada vez más altas cotas de justicia, igualdad y libertad.

Imposible aquí, ampliar lo dicho sobre estos cuatro pun­tos. Muchos pensadores creen posible la sucesión Estado de Derecho - Sociedad Democrática - Sociedad igualitaria. Elías Díaz («Estado de Derecho y Sociedad Democrática», Cuad. para el Diálogo, 4.a Edición, 1972) concibe el Es­tado de Derecho como una matriz capaz de albergar bajo la cubierta cultural del liberalismo neocapitalista las tenden­cias igualitarias. Pero junto a este optimismo jurídico se da el contrapunto del recelo como se muestra en Adorno y en otros dentro ya del terreno de los estudiosos del Derecho_ Son quienes estiman muy difícil. «romper la sólida alianza entre el Derecho coercitivo estatal y la autoridad centrali­zada de las unidades políticas contemporáneas». (Referen­cia de M. A. Reisner en «Soviet legal Philosophy».) De ahí a declarar esto imposible a causa de la colusión de los Esta­dos con los centros de poder económico, cayendo en la desesperación revolucionaria no hay más que un paso.

Sería pretencioso por nuestra parte querer zanjar este contencioso sobre las virtualidades del Derecho, es decir, sobre si lo que en su esencia originaria fue una suerte de «religión del egoísmo» y consagración de la violencia apro­piatoria individual, tal y como explica R. Von Ihering en su «Espíritu del Derecho Romano» puede llegar a ser la vía que nos acerque a un mundo verdaderamente humano.

Sin embargo, hasta ahora nada nos autoriza a imaginar que el progreso social sea posible sin cobertura jurídica. No está a la vista la desaparición del Estado y del Derecho ni cabe dar por demostrada la irreconciabilidad entre la con­ciencia humana y la norma jurídica. Puede que el Derecho, como la misma vida, nacieran de un cenagal pero hace tiempo que buscan afanosamente otros asientos. En nues­tros días y dentro del ámbito cultural en que nos movemos, la Democracia, la noción de la dignidad humana, las liber­tades y el Estado de Derecho abonan el suelo de trasplante, de modo que esos valores no constituyen un mero subpro­ducto de la aplicación de normas aisladas sino el sostén y fin de todas ellas.

El Ministerio Fiscal, ineludiblemente comprometido en la defensa de la legalidad, tiene que darse cuenta de que esa defensa que se le encarga ha de ser en cada caso global, es decir, que en cualquier acción legal, en cualquier conflicto de intereses aparentemente acotado por normas singulares está implicada la legalidad entera, incluida la Constitución, e incluido también el acatamiento a la línea de actuación política aprobada en las urnas, dentro de los límites tempo­rales y sustantivos que la misma Constitución establece. Esta última inclusión merece algunas reflexiones, porque el Ministerio Fiscal es destinatario de una parte de la gestión gubernamental que tenga que hacerse efectiva mediante ac­ciones legales ante los tribunales. No hay duda de que el Gobierno legítimo es en sí mismo una pieza de la legalidad y por su posición entre los poderes del Estado es el órgano activo por excelencia con facultades para interpretar y pro­mover el interés público, de tal modo que el artículo 97 de la Constitución constituye el antecedente del artículo 8 del Estatuto del Ministerio Fiscal. La Fiscalía General y el Mi­nisterio Fiscal en su conjunto deben escuchar atentamente y acoger en principio los requerimientos del Gobierno acerca del ejercicio de acciones ante la Justicia con las importantes salvedades de que no debe seguir aquellos que vulneren la legalidad o la imparcialidad, o supongan injerencia respecto de intereses exclusivamente privados. La decisión final so­bre la procedencia y viabilidad de los requerimientos guber­namentales corresponde al Fiscal General pero éste y los demás Fiscales (éstos antes de hacer uso del artículo 27 del Estatuto) han de pesar cuidadosamente las razones que pa­rezcan aconsejar la resistencia a que alude en el párrafo segundo del apartado 2 del artículo 8 del Estatuto, porque todo Ordenamiento Jurídico complejo contiene zonas de índole opcional tanto en el terreno de los intereses privados como en el de los públicos y en lo que concierne a éstos el Gobierno es el legitimado para realizar las opciones que hayan de hacerse valer ante la Justicia con carácter prioritario.

Volviendo al hilo de la defensa de la legalidad íntegra, debemos evitar el peligro de que, precisamente porque en muchas ocasiones la interdependencia de las normas jurídi­cas va de suyo, se olvide que el sistema de normas tiene que ser un conjunto armónico y que, por ende, el aislamiento de los problemas es sólo un paso en el análisis, paso que carecería de sentido si no se sitúa la cuestión dentro de la totalidad del ordenamiento vivo. Es justamente este se­gundo paso el que puede quitar valor a reproches como los de Adorno al mundo del Derecho. Como señala Hegei lo concreto es el todo tal y como ha llegado a ser —(de «cum­crescere», crecer con lo que nos rodea)— de lo que se desprende que, en nuestro campo de actuación, el proceso, el litigio que en él se ventila, y los preceptos que se invocan son elementos indispensables desde luego, pero comprensi­bles sólo en cuanto se reconducen al todo del que fueron abstraídos para su análisis.

El artículo 6 del Estatuto nos alecciona sobre la necesi­dad de atender al Ordenamiento vigente (en su totalidad), vigencia que ha de ser examinada con sujeción a la Consti­tución, concordando así el citado artículo con la disposición derogatoria 3ª de la misma. La armonía del ordenamiento jurídico depende esencialmente de la parte dogmática de la Constitución, no sólo el Capítulo Segundo del Título I, sino todo este título y el preliminar han de ser tenidos en cuenta como inspiradores de la legalidad vigente. No deben olvidarse nunca los criterios interpretativos señalados en el ar­tículo 10, 2.°, de la Constitución. Las declaraciones consti­tucionales mencionadas irradian su influencia a todo el De­recho Objetivo no sólo para expurgar de él lo que choque frontalmente con aquéllas, sino también para resolver con su ayuda los roces o fricciones entre el Derecho preconsti­tucional recibido —aplicable según su texto— y dichas decla­raciones. Pensamos muy particularmente en los tipos delicti­vos que de uno u otro modo inciden en los derechos y liberta des a que se refiere el artículo 53, 1.°, de la Constitución, cuyos contornos deberán ser redefinidos a la luz de tales dere­chos y libertades a fin de respetar íntegramente la legalidad.

PALABRAS FINALES:

Esta primera comunicación ha rehuido deliberadamente dar instrucciones precisas sobre aspectos determinados de las misiones del Ministerio Fiscal. Pretende más que alec­cionar o enseñar algo a los miembros de esta carrera, reca­pitular las ideas generales de quien ahora asume el cargo de Fiscal General del Estado, una especie de puesta a punto de su posición. Innecesario recordar los artículos 3 y 4 del Esta­tuto e inútil quizá la insistencia sobre las bases conceptuales del cambio socio-jurídico que estamos viviendo. Sin embargo, la invocación de los principios no es totalmente superflua para quien intentará inspirarse en ellos durante su actuación.

Estas reflexiones dan por supuesto el empeño de todos los miembros de la Carrera Fiscal de cumplir su misión cada vez con mayor eficacia, agilidad y acierto para el mejor servicio de los ciudadanos, pero a esta suposición añaden la afirmación del serio compromiso de la Fiscalía General del Estado de contribuir aI afianzamiento del contenido «social y democrático» que inspira la legalidad que debe reputarse vigente.

Madrid, 12 de enero de 1983.

EL FISCAL GENERAL DEL ESTADO,

Excmos. e Ilmos. Sres. Fiscales de las Audiencias Territo­riales y Provinciales

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